EL CUENTO
(BIBLIOGRAFÍA:
http://clasesmgs.blogspot.com/2011/06/cuento-moderno-definicion.html,
Nuevo Portal del Idioma 6-Editorial Norma 2004, Módulo para la enseñanza de la Lengua
Castellana- Alcaldía de Santiago de Cali y UniValle)
CARACTERÍSTICAS
Es una narración corta de
situaciones imaginarias, con un esquema y un argumento sencillos, con pocos personajes. También se lo
puede definir como un relato corto, donde se narra una acción realizada por
unos personajes en un ambiente determinado. Pueden distinguirse tres clases de cuentos:
a.
Fantástico que es aquel en el que predomina la imaginación.
b. Anecdótico, que se desarrolla en torno a un hecho significativo con su dosis de
ingenio.
c.
Didáctico, cuyo fin es enseñar una lección.
Existen
dos grandes tipos de cuentos:
El tradicional, perteneciente a la
literatura épica, primero transmitidos en forma oral y luego, en libros, y el cuento
moderno, que nació en el siglo 19, a partir de la obra de Edgard
Allan Poe. A diferencia de los cuentos tradicionales, éstos fueron escritos por
autores y reúnen las siguientes características:
a.
Suceso único: El argumento de la
narración se centra en un único suceso, es decir, se ocupa de un solo
acontecimiento.
- La brevedad, ya que para contar un suceso no son precisas muchas palabras. El
relato del hecho no debe prolongarse más allá de lo que se necesita para
desarrollarlo y explicarlo
- Tensión y efecto: Son
los factores que nos amarran al relato y exige del lector una lectura de una sola vez de principio a fin. Y
cuando el cuento es bueno, y nos ha enganchado totalmente, no podremos
dejarlo hasta el final
- Narración y tiempo: El cuento narra un suceso acabado y por
tanto se sitúa siempre en el pasado. Inclusive en los cuentos de ciencia
ficción, que si bien hablan del futuro, están escritos como si los hechos
allí contados estuviesen sucediendo o hubiesen sucedido ya
- Personajes: El auténtico
personaje del cuento deber ser, el
acontecimiento mismo que se constituye en su protagonista. Los personajes
carecen de relieve propio y deben estar concebidos en función del suceso
central.
Estructuras del cuento
a.
Ternaria
Esta
estructura, en su forma más elemental, nos llevan a la historia básica o relato
mínimo que consta de tres partes:
1. Introducción o estado inicial
Aquí
se dan los elementos necesarios para comprender el relato. Se presentan los
rasgos de los personajes, se dibuja el ambiente en que se sitúa la acción y se
exponen los sucesos que originan la trama. Es una especie de presentación de
los elementos que conformarán el relato. Será breve, clara, sencilla, y en ella
quedarán establecidos el lugar de la acción y los nombres de los personajes
principales.
2. Desarrollo, nudo o fuerza de transformación
Consiste
en la exposición del problema que hay que resolver. Va progresando en intensidad
a medida que se desarrolla la acción y llega al clímax o punto culminante
(máxima tensión), para luego declinar y concluir en el desenlace. Constituye la
parte principal del cuento, aunque no la esencial.
3. Desenlace o estado final
Resuelve
el conflicto planteado; concluye la intriga que forma el plan y el argumento de
la obra. Es la última y esencial parte del argumento.
b.
Quinaria
“Derivada
de la ternaria, esta estructura es un poco más compleja lo que la ternaria y
tal vez, por esa razón, con mayores posibilidades para generar historias más amplias. Veamos
sus componentes con un ejemplo del cuento “Caperucita Roja”:
1. Estado inicial: La viejita,
abuela de Caperucita, está esperando que su nieta le lleve unos pasteles.
2. Fuerza de transformación: Aparece el lobo y
se hace un estofado de viejita y más adelante de Caperucita.
3. Estado resultante: La viejita y
caperucita han quedado en la barriga del lobo.
4. Fuerza de reacción: Aparece el
leñador, quien mata al lobo y saca a la viejita y a la niña sin un rasguño.
5. Estado final: La abuela y la niña quedan vivitas y
sanitas.”
ACTIVIDADES
Lee
cuidadosamente los siguientes cuentos y prepárate para unas preguntas en clase
para la primera semana de clases.
UN
DÍA DE ESTOS - GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
El lunes amaneció tibio y sin
lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su
gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en
el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de
mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello,
cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores
elásticos.
Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la
situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas
dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a
pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba
con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de la ocho hizo una
pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se
secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea
de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de
once años lo sacó de su abstracción.
- Papá.
- Qué
- Dice el alcalde que si le
sacas una muela.
- Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de
oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio
cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
- Dice que sí estás porque te
está oyendo.
El dentista siguió examinando
el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
- Mejor.
Volvió a operar la fresa. De
una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de
varias piezas y empezó a pulir el oro.
- Papá.
- Qué.
Aún no había cambiado de
expresión.
- Dice que si no le sacas la muela
te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento
extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y
abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
- Bueno -dijo-. Dile que venga
a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta
quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El
alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en
la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en
sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta
de los dedos y dijo suavemente:
- Siéntese.
- Buenos días -dijo el alcalde.
- Buenos -dijo el dentista.
Mientras hervían los
instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió
mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de
madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla,
una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió
que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la
cabeza hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula
con una presión cautelosa de los dedos.
- Tiene que ser sin anestesia
-dijo.
- ¿Por qué?
- Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
- Está bien -dijo, y trató de
sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola
con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías,
todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y
fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero
el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El
dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El
alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies
y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista
sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una marga ternura, dijo:
- Aquí nos paga veinte muertos,
teniente.
El alcalde sintió un crujido de
huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró
hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas.
Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco
noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se
desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del
pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
- Séquese las lágrimas -dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba
temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso
desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos.
El dentista regresó secándose.
-"Acuéstese -dijo- y haga
buches de agua de sal."
El alcalde se puso de pie, se
despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando
las piernas, sin abotonarse la guerrera.
- Me pasa la cuenta -dijo.
- ¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la
puerta, y dijo, a través de la red metálica:
- Es la misma vaina.
ALGO MUY GRAVE VA A SUCEDER EN ESTE PUEBLO
Gabriel García Márquez
Nota: En un congreso de escritores, al hablar sobre la
diferencia entre contar un cuento o escribirlo, García Márquez contó lo que
sigue, "Para que vean después cómo cambia cuando lo escriba".
Imagínese
usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno
de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de
preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
-No
sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a
sucederle a este pueblo.
Ellos
se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que
pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola
sencillísima, el otro jugador le dice:
-Te
apuesto un peso a que no la haces.
Todos
se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le
preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es
cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre
esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos
se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con
su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le
gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y
por qué es un tonto?
-Hombre,
porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su
mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este
pueblo.
Entonces
le dice su madre:
-No
te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
La
pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame
una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor
véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es
estar preparado.
El
carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de
carne, le dice:
-Lleve
dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y
se están preparando y comprando cosas.
Entonces
la vieja responde:
-Tengo
varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se
lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero
en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo
el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando
que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde,
hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se
ha dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero
si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto
calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y
tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
-Sin
embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero
a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
-Sí,
pero no tanto calor como ahora.
Al
pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la
voz:
-Hay
un pajarito en la plaza.
Y
viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
-Pero
señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí,
pero nunca a esta hora.
Llega
un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están
desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo
sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra
sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la
calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que
dicen:
-Si
éste se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y
empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los
animales, todo.
Y
uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que
no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la
incendia y otros incendian también sus casas.
Huyen
en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de
ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo
dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
LA SIESTA DE LOS MARTES - GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
El
tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las
plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y
no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la
ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había
carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en
intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos,
campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en
las terrazas entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana
y todavía no había empezado el calor.
-Es
mejor que subas el vidrio-dijo la mujer-. El pelo se te va a llenar de carbón.
La
niña trató de hacerlo pero la ventana estaba bloqueada por el óxido.
Eran
los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la
locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso
en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con
cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en
el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas
guardaban un luto riguroso y pobre.
La
niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía
demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados
y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana.
Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del
asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol
desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la
pobreza.
A
las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una
estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio
de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado
dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se
detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos.
La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los
zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de
flores muertas.
Cuando
volvió al asiento la madre le esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso,
medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de
material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy
despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los
anteriores, sólo que en éste había una multitud en la plaza. Una banda de
músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo
en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.
La
mujer dejó de comer.
-Ponte
los zapatos-dijo.
La
niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde
el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de
galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.
-Péinate
-dijo.
El
tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del
cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de
peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero
más triste que los anteriores.
-Si
tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora -dijo la mujer-. Después, aunque te
estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a
llorar.
La
niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco,
mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La
mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera.
Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminosos martes de agosto,
resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos
empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre.
Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la
marcha. Un momento después se detuvo.
No
había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada
por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en
calor. La mujer e y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación
abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y
cruzaron la calle hasta la acera de sombra.
Eran
casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los
almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las
once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el
tren de regreso.
Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su
cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo al lado de la plaza.
Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera,
tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía
tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un
asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta sentados en plena
calle.
Buscando
siempre la protección de los almendros, la mujer y la niña penetraron en el
pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer
raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a
llamar.
-Necesito
al padre -dijo.
-Ahora
está durmiendo.
-Es
urgente -insistió la mujer.
-Sigan
-dijo, y acabó de abrir la puerta.
La
mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que
se sentaran. La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote
limpiando los lentes con un pañuelo.
-Que
se les ofrece? -preguntó.
-Las
llaves del cementerio -dijo la mujer.
-Con
este calor -dijo-. Han podido esperar a que bajara el sol. La mujer movió la
cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del
armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se
sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.
-Que
tumba van a visitar? -preguntó.
-La
de Carlos Centeno -dijo la mujer.
-¿Quién?
-Carlos
Centeno -repitió la mujer.
El
padre siguió sin entender.
-Es
el ladrón que mataron aquí la semana pasada -dijo la mujer en el mismo tono-.
Yo soy su madre.
-De
manera que se llamaba Carlos Centeno -murmuró el padre cuando acabó de
escribir.
-Centeno
Ayala -dijo la mujer-. Era el único varón.
-Firme
aquí.
La
mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió
las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó
atentamente a su madre.
El
párroco suspiró.
-Nunca
trató de hacerlo entrar por el buen camino?
La
mujer contestó cuando acabó de firmar.
-Era
un hombre muy bueno.
El
sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una
especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar.
La
mujer continuó inalterable:
-Yo
le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él
me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba tres días en la cama
postrado por los golpes.
-Se
tuvo que sacar todos los dientes -intervino la niña.
-Así
es-confirmó la mujer-. Cada bocado que comía en ese tiempo me sabía a los
porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.
-La
voluntad de Dios es inescrutable -dijo el padre.
Desde
antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había
alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metálica.
Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se
dispersaron. Suavemente volvió a cerrar la puerta.
-Esperen
un minuto -dijo, sin mirar a la mujer.
Su
hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa
de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.
-¿Qué
fue? -preguntó el.
-La
gente se ha dado cuenta -murmuró su hermana.
-Es
mejor que salgan por la puerta del patio -dijo el padre.
-Es
lo mismo -dijo su hermana-. Todo el mundo está en las ventanas.
La
mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a
través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó
a moverse hacia la puerta. La niña siguió.
-Esperen
a que baje el sol -dijo el padre.
-Se
van a derretir -dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala-. Espérense y
les presto una sombrilla.
-Gracias
-replicó la mujer-. Así vamos bien.
Tomó
a la niña de la mano y salió a la calle.